
Decían los filósofos griegos, y no está de más recordar que dedicaban mucho tiempo a la tarea de reflexionar, aquello de “Mens sana in corpore sano”. La cita, que alude inequívocamente al equilibrio mente-cuerpo que constituye la clave para una existencia feliz, cada vez se encuentra más en entredicho en nuestra flamante civilización occidental, esa que se considera heredera del añejo saber greco-latino. Paradójicamente en una época en la que el progreso científico y tecnológico ha posibilitado que gocemos de unos niveles de calidad de vida impensables hace tan sólo unas décadas, resulta frecuente que nos sintamos infelices, descontentos con nosotros mismos; en los casos más extremos permanentemente vacíos, frustrados y deprimidos… quizá es que en nuestras sociedades ha cristalizado la idea de que siempre hay que tener algo más de lo que ya tenemos, conseguir ser mejores de lo que ya somos, lo cual lamentablemente nos aboca a un bucle de insatisfacción del que, en demasiadas ocasiones, resulta difícil escapar.
Cuando este malestar se traslada a nuestro cuerpo, que no olvidemos es nuestra tarjeta de presentación frente al resto del mundo, la obsesión por mejorar nuestros defectos —aunque sea subclínica— constituye una grave amenaza para nuestra estabilidad física y mental. Y lo cierto es que el inmisericorde bombardeo que recibimos a través fundamentalmente de los mass-media no ayuda precisamente al establecimiento del locus de control interno necesario para poder llevar a cabo una reflexión acerca de cómo somos y nos percibimos, integrando nuestros puntos fuertes y débiles en un todo armónico. Quede claro que cuidar nuestra salud, en sentido amplio, es una inversión de futuro, y que el ejercicio físico y la dieta mediterránea son dos puntales ineludibles dentro de este objetivo marco, pero el gran problema es que actualmente se conceptualiza más como una imposición externa que como una decisión propia, lo que determina un escaso control personal de los pasos a seguir, y sobre todo una asfixiante presión a gastar dinero de cara a la consecución, cuanto antes mejor, de esta meta inflexible: ¿Encontrarse bien, sano y saludable? No. Tener un aspecto físico que encaje con los cada vez más restrictivos cánones de belleza que imperan en la actualidad.
La consecuencia más negativa de haber convertido nuestra apariencia en otra modalidad de consumo es la generalización de aquellas problemáticas que, producto tanto de la alteración de los mecanismos perceptivos como de la modificación arbitraria de los patrones alimentarios adecuados, terminan por convertir a nuestro propio cuerpo en el peor enemigo. De la misma manera que los trastornos de alimentación surgen cada vez a edades más tempranas, afectando además a un porcentaje creciente de chicos —lo que constituye un fenómeno relativamente novedoso— los gimnasios están repletos de personas ávidas de cincelar sus cuerpos a golpe de body building, para así conseguir ese físico soñado convertido en garantía última de éxito personal y social. Siendo esto un problema en sí mismo, que debería hacernos reflexionar acerca de los valores predominantes hoy día, no podemos olvidar que esta obsesión por el ejercicio desemboca en los casos más extremos en una grave patología denominada vigorexia: los que la padecen presentan la necesidad compulsiva de realizar una actividad física intensa, fundamentalmente programas de musculación que acaban convertidos en un fin en sí mismo, cursando de manera similar a la de cualquier adicción.
El consumo de sintéticos que alteran a medio/largo plazo el metabolismo corporal, sumado a la eliminación progresiva de otras fuentes de socialización que no giren en torno al gimnasio así como la dramática alteración de la imagen corporal de quienes lo padecen contribuyen poderosamente a la cronificación de un cuadro del que afortunadamente comienza a saberse cada vez más; y es que pese a afectar fundamentalmente a chicos jóvenes también aparece en otros rangos de sexo y edad, con particularidades propias. Toda vez que el nexo común entre estas patologías de las que venimos hablando parece ser la asimilación acrítica de ese modelo de belleza restrictivo e insano al que aludíamos con anterioridad, potenciado por la faceta más superficial y exhibicionista de las redes sociales, parece claro que en la mejora y/o solución de esta problemática debemos implicarnos todos los segmentos de la sociedad, empezando por administraciones públicas, empresas y profesionales y siguiendo por pareja, padres, familiares y amigos. A los psicólogos nos corresponde hacer valer, con los diversos medios a nuestro alcance, un mensaje tan sencillo de entender como complicado de aprehender: que la verdadera belleza sólo es posible desde el equilibrio interno, derivado de conocernos, aceptarnos y querernos como somos, con nuestras virtudes y defectos, más bien potencialidades. Lo demás, por muy bien que nos lo vendan, son atajos que nos abocan a la infelicidad permanente.

Licenciado en Psicología.
Master en Psicología Clínica y de la Salud por la Universidad Complutense de Madrid. Psicólogo colaborador de la Clínica Universitaria de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid