¿Quién dijo que educar era una tarea fácil? Nadie, creo. Esos enanos que corren por casa, que nos han puesto la vida patas arriba y a los que adoramos, nacen sin un manual de instrucciones debajo del brazo. Y no tardan en dar muestras de que a ellos lo que les gusta es hacer su santa voluntad y no la nuestra. Y nos desesperarnos.
En ese punto, las formas de reaccionar de los padres son muy variopintas. Juan y Luis tienen cuatro años. Por supuesto, los dos desobedecen. A Juan le gritan constantemente para que haga caso a lo que se le dice, y a Luis no le gritan jamás, pues sus padres piensan que gritar es ejercer una forma de violencia sobre el niño y que más adelante podría perjudicarle. Dialogan con él de forma interminable cada una de las cosas que le piden. Sin embargo, ni unos ni otros han logrado todavía que los niños se comporten mejor.
¿HAY QUE GRITAR?
Ana tiene cinco años. Hace ya veinte minutos que su madre le dijo por vez primera que se fuese a duchar. Desde entonces, lo ha repetido unas quince veces. Poco a poco, ha ido subiendo el volumen de voz, pero la niña sigue sin reaccionar. Cuando ya no puede más, la madre da auténticos alaridos. Entonces la niña, enfurruñada, se levanta y va a la ducha. Pero ya están todos enfadados, nerviosos y de mal humor.
Aunque a todos nos han ocurrido situaciones parecidas, es obvio que tiene que haber un sistema mejor. Y lo hay. Cuando en una familia las normas están bien establecidas, las ocasiones de discusión o de no hacer caso disminuyen notablemente. Para ello, las normas deben ser pocas pero necesarias, estar claras para todos, especialmente para los niños, y tener bien especificadas cuáles van a ser las consecuencias en caso tanto de cumplimiento como de no cumplimiento. Si la edad del niño lo permite, también es bueno que él participe en la elaboración. Es decir, si la norma es «hay que ducharse cuando mamá lo diga», y Ana sabe que si no lo hace no habrá cuento antes de dormir, pero que si obedece, mamá estará más contenta y es posible que la deje tomar natillas de postre, lo más probable es que se duche más o menos cuando se le dice. Evidentemente, este planteamiento requiere una importante dosis de autocontrol y de constancia por parte del adulto.
En general, los adultos gritamos para desahogarnos. Pero el grito como técnica para lograr que mejore la conducta de los niños tiene muy poca utilidad.
SORDOS COMO TAPIAS
Las consultas de los otorrinos están llenas de niños cuyos padres acuden a comprobar si su audición es normal, convencidos de que es posible que no obedezcan porque no oyen bien. El otorrino sonríe y, en la mayoría de los casos, comprueba que el niño oye perfectamente.
No es que los niños no oigan nuestros gritos, a pesar de que los vecinos nos miren con cara rara cuando nos crucemos con ellos en el portal. Es, sencillamente, que se habitúan a oírnos gritar, y cada vez hay que gritar más fuerte para que les llame la atención.
En este tema influyen también los hábitos familiares, en lo que se refiere al nivel de ruido tolerado en una casa. Hay familias en las que tranquilamente se habla a gritos de punta a punta de la casa, por no molestarse en acercarse un poco al interlocutor. Generalmente, en estos caso es fácil que la televisión esté a todo volumen, incluso cuando no hay nadie viéndola, o haya permanentemente una música o la radio sonando de fondo, sin que nadie las escuche. En ese ambiente, gritar a un niño porque no ha recogido los juguetes es perfectamente inútil, pues el sonido apenas destacará sobre el nivel de ruido reinante.
Normalmente, de padres gritones, hijos gritones. Seguro que lo habéis podido observar en más de una familia conocida. Aunque nos habituamos a vivir entre el barullo, un nivel de ruido alto y continuado puede resultar crispante y generar ansiedad en los miembros de la familia. De modo que es importante enseñar a los niños a “bajar el volumen”, y la mejor forma es hacer nosotros de modelos.
RESERVA TUS GRITOS
Además de la inutilidad ya vista, gritar en exceso a los niños tiene también sus riesgos. En primer lugar, no debemos olvidar que los padres son siempre modelos privilegiados para sus hijos. Y eso supone que, si nosotros les gritamos mucho, les estamos enseñando que los problemas pueden a veces resolverse a gritos. Además, puede haber niños especialmente sensibles a los que los gritos asusten mucho más de lo que nosotros pretendíamos. En ese caso, en vez de lograr que nos presten atención, como era nuestro propósito, estamos provocando una subida importante de sus niveles de ansiedad. El niño, en ese caso, vive el grito como un castigo y, si es frecuente y no demasiado justificado, vive amedrentado ante la constante amenaza de un castigo que no sabe cuándo ni porqué le va a llegar.
Como norma general, es mejor reservar el grito para situaciones de “emergencia”, en las que necesitemos de alguna manera sobresaltar al niño para avisarle, por ejemplo, de algún peligro. Si paseando por la calle vemos que el niño se aleja con su triciclo hacia la calzada, es el momento de gritarle con toda nuestra energía. Si está habituado a los gritos, no reaccionará especialmente. Pero si no lo está, parará en seco. Nos mirará asustado y, al percibir nuestra cara seria y enfadada, se dará cuenta de que ha hecho algo realmente malo.
Para situaciones cotidianas, es mejor buscar otras alternativas al grito. Para empezar, debemos asegurarnos de contar con un sistema de reglas consistente y bien establecido. Ya hemos visto que así se deja menos margen para la discusión y la desobediencia (que en ningún caso desaparecerá por completo, no te hagas ilusiones ..). Pero será algo perfectamente llevadero.
Puedes también probar, de vez en cuando, a susurrar en vez de chillar. Así el niño, algo desconcertado, se verá obligado a interrumpir su actividad y concentrarse en escucharte. Tampoco abuses de esta técnica, porque también se habitúan. Muchas veces, una orden emitida en un tono seco y cortante, con cara seria, es mucho más eficaz que el atracón de decibelios de una madre chillando histérica.
Por último, procura no repetir la misma orden muchas veces, cada vez en un tono más alto, hasta que termines gritando. En muchas ocasiones, el niño, tras el grito, te mira como si estuvieras loca, porque para él, has comenzado gritando directamente. Ni siquiera se ha enterado de toda la fase previa de peticiones en un tono normal.
Intenta, también, asegurarte de que el niño te escucha desde el principio: ve a su encuentro para decirle lo que tiene que hacer, o pídele que vaya a tu lado, y asegúrate de que te mira y te entiende. Si no lo tienes claro, pídele que te repita lo que tiene que hacer. Desde aquí, puedes avisar de que no darás más que dos oportunidades para obedecer. ¡Y piensa bien qué va a ocurrir si no obedece, porque tendrás que cumplirlo!

Directora del Centro. Licenciada en Psicología.
Máster en Psicología Clínica Infanto-Juvenil y Familiar (Grupo Luria) y Especialista en Estimulación Precoz y Atención Temprana (ACIT). Experto en Medicina Psicosomática y Psicología de la Salud por la Sociedad Española de Medicina Psicosomática y Psicoterapia (Universidad San Jorge, Zaragoza). Terapeuta EMDR NI adultos y niños y adolescentes (Instituto Español EMDR, acreditada por EMDR Europe). Experto en Mindfulness para la intervención clínica y social (COP Madrid, 2018). Especialista en ACT en infancia y adolescencia (MICPSY, 2021)
josa says
excelente ojala q muchas madres supieran y comprendieran esto
Lorena says
Hola! me gustó mucho. Puedes opinarmos sobre adultos que ejercen su autoridad a gritos sobre sus subordinados?
aldo says
buena apreciacion , ademas hay que agregar que los niños se asustan si alzas la voz fuerte a su mama y estallan en llanto , me paso con mi princesa , me senti pesimo.