Esta es una pregunta que, a buen seguro, millones de personas se hacen a si mismas en el mundo, y como todo lo que atañe al ser humano, no tiene una respuesta sencilla. Digamos que nos deprimimos por una compleja mezcla de aspectos genéticos y situacionales, y el peso diferencial que estos dos ejes pueden presentar sería el responsable último de la aparición y desarrollo de un trastorno depresivo, así como de su sintomatología y gravedad.
Nos remitimos por tanto al modelo de la vulnerabilidad-estrés, aplicable a todos los ámbitos de la salud, según el cual la predisposición de base que todos tenemos para padecer un determinado malestar —ya sea depresión o migrañas— se concretará, salvo en casos excepcionales donde la carga genética es máxima, en un contexto ambiental determinado, especialmente propicio para su desarrollo.
En el caso que nos ocupa, lo primero que hay que clarificar es en qué consiste estar “deprimido”, ya que los que nos dedicamos a la práctica clínica venimos detectando una curiosa disparidad terminológica: para muchos pacientes, atravesar periodos puntuales y muy acotados en el tiempo de tristeza, apatía o falta de motivación y energía para hacer frente al día a día, algo que entraría dentro de la más absoluta normalidad, es sinónimo de depresión.
Afortunadamente, estar deprimido es algo considerablemente menos usual. Remitiéndonos a lo que determina al respecto el DSM-IV-TR, para poder diagnosticar este síndrome hay que padecer durante un periodo no inferior a las dos semanas un mínimo de cinco síntomas entre los que se incluirían, aparte de los reseñados, dificultades para dormir adecuadamente, falta de control o ideación suicida, entre otros. Así que ojito con confundir estar “deprimido” con “triste”, “cansado” o “desmotivado”.
Una vez que tenemos más claro que es depresión y qué no lo es, y abundando en la etiología situacional señalada anteriormente, la pregunta a hacerse sería más bien “¿Qué podemos hacer para no deprimirnos?”, toda vez que ponderado el componente genético en su justa medida, el margen de actuación que nos queda es bastante amplio.
A modo de prevención, conviene llevar en términos generales una vida sana, entendiendo como tal conseguir ser feliz con los pequeños y grandes momentos, plantearse objetivos vitales realistas e ir tratando progresivamente de alcanzarlos, disfrutar de las actividades de ocio y del contacto social con los demás y, no menos importante, entender que los conflictos forman parte de nuestra experiencia cotidiana y nos hacen crecer como personas, siempre y cuando los afrontemos de manera adecuada.
Y aquí radica el quid de la cuestión, porque el saber hacer frente eficazmente a las situaciones complicadas que pueden surgir en algún momento —ya sean problemáticas familiares, rupturas de pareja o incidencias laborales, por mencionar algunas de las más habituales— evitando que nos pasen por encima, es el mejor antídoto para no desarrollar un trastorno del estado de ánimo.
En el caso de que no seamos capaces de hacerlo por nosotros mismos será cuando esté indicado un abordaje psicológico que, en el marco de una terapia multicomponente, nos permita aprender estrategias para cambiar los aspectos cognitivos, emocionales y comportamentales característicos de este síndrome. En conclusión, la receta mágica para no deprimirse no es otra que disfrutar de todo aquello que nos ofrece la vida, aunque a veces tengamos que esforzarnos para conseguirlo.
Licenciado en Psicología.
Master en Psicología Clínica y de la Salud por la Universidad Complutense de Madrid. Psicólogo colaborador de la Clínica Universitaria de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid