En estos días no he podido evitar hacer memoria de como transcurría mi vida, con absoluta normalidad, hace tan sólo cuatro semanas; cuando el tema este del coronavirus era algo, de cierta gravedad, que estaba sucediendo en otros lugares y que, recién aterrizado en nuestro país, no pasaba de ser tema recurrente en nuestras conversaciones. Hace tan sólo tres semanas, convertido ya en motivo real de preocupación, comenzaba a inquietarnos pero no hasta el punto de hacernos conscientes del alcance real de la situación: no desde luego como para que nos planteáramos un cambio drástico en nuestros quehaceres cotidianos. Hace tan sólo dos semanas —¡Aunque parezca que ha transcurrido una eternidad!— el presidente del gobierno, con cara de circunstancias, convocaba una rueda de prensa para declarar el Estado de Alarma. Con esta medida llegaba la constatación definitiva del difícil momento que estábamos atravesando. Y lo que se avecinaba. Hace tan sólo dos semanas nuestra vida, como la conocíamos hasta entonces, se detuvo abruptamente… y el resto, como suele decirse, es historia.
Pido perdón por anticipado al lector angustiado si comenzar esta reflexión no restándole dramatismo precisamente a la situación actual contribuye a aumentar su desasosiego. Desde luego que no es esa mi intención, pero conviene precisar que la Psicología se define, ante todo, como la Ciencia de la Persona. Y para entender, en toda su complejidad, a la Persona debemos delimitar escrupulosamente el contexto en el que transcurre nuestra existencia, para así llegar a comprender la influencia que dicho contexto tiene sobre nosotros; en nuestra rica y estimulante, irrenunciable diversidad. Nos guste escucharlo o no, lo aceptemos en mayor o menor grado, nuestra cotidianeidad se define actualmente, y seguirá siendo así durante un tiempo, por una alteración profunda de nuestra dinámica de vida. Lo que considerábamos, hasta hace apenas unos días, nuestra normalidad. El camino que acabamos de emprender para instaurar una nueva normalidad —lo que sin duda conseguiremos— pasa, en primer término, por no negar el impacto que —¡cómo no podía ser de otro modo! — está teniendo en todos y cada uno de nosotros esta circunstancia.
Basta con asomarse a la ventana cada mañana y ver las calles vacías, o si acaso a unos cuantos transeúntes, pertrechados de guantes y mascarillas, de camino al mercado o paseando al perro —no así a los niños ¡qué ha sido de sus alegres jugueteos!— para recordarnos lo anómalo que resulta lo que está sucediendo. Desde que el coronavirus llego a nuestras vidas el miedo, invitado no deseado que se plantó en casa sin avisar, no deja de mostrarnos sus diversas caras: a enfermar gravemente, a perder a alguien querido, a las funestas consecuencias que tendrá la parada técnica en que se encuentra la economía global… nada precisamente tranquilizador, vaya. Se dice que el miedo es libre, y qué duda cabe que no nos afecta a todos por igual, pero la manera de hacerle frente si es la misma: tratar de tener la mente ocupada. No ceder al desánimo, aunque haya ocasiones en que la desesperación nos invada: no pasa nada. Flaquear está permitido, sobre todo si nos permite coger fuerza para seguir adelante. También, como nos recordaba mi compañera Patricia en un artículo reciente, es fundamental no dar por válida toda la información que nos está llegando, desde las más diversas fuentes, sin antes preguntarse si es realmente fiable. El sentido común es un poderoso aliado, y más en situaciones complicadas como la actual.
Tampoco deberíamos imponernos, ya que estamos, la obligación de estar permanentemente informados, pues tomar la distancia que cada cual considere necesaria para poder seguir adelante con sus rutinas diarias pasa, prioritariamente, por poder establecer un acceso controlado a las noticias: máxime cuando la cifra de afectados, y el impacto psicológico consecuente, no deja de aumentar. Acerca de esta y otras consideraciones que nos permitan sobrellevar, de la mejor manera posible, este confinamiento obligado por las circunstancias —devenido ya, con el paso de los días, en la nueva normalidad a la que aludía anteriormente— mi compañera Irene ha publicado un material que, estamos seguros, os resultará de suma utilidad. Tan sólo añadir una reflexión personal que nace del absoluto convencimiento: todos estos temores, dificultades y privaciones van a tener su recompensa. Nos están convirtiendo ya en personas más fuertes, resilientes y concienciadas. Y cuando todo esto termine, que terminará, habremos aprendido a valorar más, espero que actuando en consecuencia, las cosas verdaderamente importantes de la vida: nuestro bienestar, el de quienes tenemos alrededor y el disfrute de lo que nos rodea. Empezando por esas calles, plazas y jardines que, antes de que nos demos cuenta, estaremos de nuevo recorriendo en total libertad.
Licenciado en Psicología.
Master en Psicología Clínica y de la Salud por la Universidad Complutense de Madrid. Psicólogo colaborador de la Clínica Universitaria de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid