Vaya por delante que tomar la decisión de llevar a tu hijo al psicólogo no es fácil. Por algún extraño motivo, asumimos que a ser padres “venimos enseñados”. Todo el mundo tiene claro que debes ir al pediatra a que te diga qué hacer con los mocos de tu hijo, pero ir al psicólogo a preguntarle qué hacer cuando tu hijo de 8 años te pega es ya muy diferente, porque lleva implícito (erróneamente, desde luego) que “estoy fracasando como padre ó madre”. Y eso es doloroso.
Cuando viajamos en avión, ese pobre auxiliar de vuelo al que casi todo el mundo ignora nos cuenta que, si llegaran a ser necesarias las mascarillas de oxígeno, debemos colocarnos la nuestra antes de colocar la suya a nuestro hijo, pues así estaremos en mejores condiciones para ayudarle. Pues algo parecido nos ocurre a los psicólogos infanto-juveniles. Necesitamos a los padres en nuestra intervención, pues los hijos, lógicamente, no controlan aún muchos aspectos de sus vidas.
Cuando el pediatra te dice que le des a tu hijo un jarabe tres veces al día, lo haces sin más. Pero ¿qué pasa si el psicólogo te sugiere que pruebes a dejar dormir a tu adolescente hasta las 11 los sábados por la mañana? Quizá tú piensas (porque así lo has aprendido), que “eso es de vagos”, que “hay que aprovechar el día” y además “hay que levantarse alegre como los pajaritos”, como decía mi abuelo. Pero tú te encuentras cada sábado en la cocina a un zombi desagradable, muerto de sueño, que gruñe en vez de conversar, que os amarga el desayuno y, si te descuidas, el resto del día, “porque no valora lo que hacemos por él”.
Todo lo entrecomillado hasta ahora son reglas. Reglas que cada uno aprende en su entorno, como resultado de sus experiencias de vida y de la interacción con las personas que le han acompañado. Y las reglas son muy útiles, esenciales de hecho para guiarnos en la vida. No tienen nada de malo, al contrario.
Pero para que sean útiles deben ser flexibles, o nos harán sufrir en exceso. Los padres debemos aprender a flexibilizar nuestras propias reglas para ayudar a nuestros hijos. En el ejemplo anterior, seguro que el padre tiene razón objetivamente, y levanta a su hijo por su bien. Pero quizá no sea el momento de aplicar esa regla porque los adolescentes necesitan dormir (“¿y entonces por qué no se acuesta antes?”; lo sé). O, mejor aún, le dejas dormir porque, aunque te fastidie, es más importante para ti tener el sábado en paz y disfrutar juntos.
No es nada fácil de hacer. Porque entonces muchas otras reglas se remueven inquietas en nuestra cabeza: “los hijos no gruñen a sus padres y les obedecen”; “a mí jamás me dejaron levantarme después de las 9 y mira qué bien me ha ido”; “si le dejo en la cama hasta las once, se va a hacer un vago y no va a llegar a nada en la vida”….
Por supuesto, a veces las reglas de los padres van en sentido contrario al ejemplo anterior: “no puedo castigarle porque no quiero ser como mi padre”; “si le quito el teléfono, me odiará toda su vida”; “tengo que hablarlo todo con él hasta que estemos los dos de acuerdo”, “no voy a discutir, estoy poco tiempo con él y debe ser de calidad”. Seguro que cada uno encuentra sus ejemplos.
Flexibilidad como herramienta
La flexibilidad es la capacidad de aplicar nuestras reglas (una vez seguros de que efectivamente son útiles) sin rigidez. Dicho de otra manera, aplicarlas de forma adaptada a las circunstancias, de manera que podamos orientar nuestra conducta hacia objetivos que son realmente importantes y valiosos para nosotros. Prueba a imaginar cómo quieres que sea la relación con tu hijo dentro de 10, 15, 20 años. Eso es lo que te debe mover.
El dicho “a veces es mejor tener paz que tener razón” ilustra lo anterior. Con matices, claro. Será mejor tener paz si ése es el objetivo valioso para ti en ese momento, porque prefieres poder salir al campo con tu adolescente que tener el enésimo fin de semana de batalla campal. En cambio, quizá no sea mejor tener paz en lugar de razón si lo que ocurre es que te está costando mantener un castigo que habías puesto con toda justicia y sentido, pero tienes a tu hijo machacándote para que se lo levantes. Entonces toca aguantar el tipo. Resumiendo: depende, todo depende. Flexibilidad pura.
Tres habilidades esenciales para la flexibilidad
- Para empezar, ser conscientes de los que nos ocurre. De lo que pensamos, de lo que sentimos, de las emociones y las reglas asumidas que están detrás de nuestra conducta.
Actividades como el mindfulness nos pueden ayudar a identificar todos esos eventos internos y a darnos cuenta de que no nos identifican, son pasajeros y no nos definen ni tienen porqué controlar nuestra conducta. Cuando lo hacen, es frecuente que lo que estemos intentando sea salir de un momento de malestar o evitarlo: “No obligo a mi hijo a recoger sus juguetes porque no tengo ganas de discutir”. O “no voy a dejar que se salga con la suya porque entonces creo que no tengo autoridad y me siento fracasado”.
Nos cuesta tolerar el malestar. Y sólo cuando le hacemos sitio y le dejamos el espacio que debe tener en nuestras vidas, podemos actuar sin que nos condicione. Eso nos lleva a la segunda habilidad.
- Actuar de manera que nuestra conducta nos acerque a metas importantes para nosotros, y que nadie más puede fijar en nuestro lugar. Lo que supone pararse previamente a pensar qué es lo que de verdad valora
La crianza, como la vida, conlleva momentos de malestar. La experiencia maravillosa de ver crecer a nuestros hijos conlleva también contrariedades, disgustos, expectativas que no se cumplen, cansancio… la cuestión es qué podemos hacer “a pesar de” todo ello, de manera que podamos orientar nuestras acciones y decisiones hacia lo que nos haga sentir plenos y felices, aunque no sea de manera inmediata: “Puedo merendar con mi hijo y disfrutar las galletas de avena que le he preparado mientras charlo con él, a pesar de que me da rabia que no valore el esfuerzo que me supone prepararle comida saludable”.
- Y lo último, pero en absoluto lo menos importante, los padres necesitan aprender a cuidarse para cuidar de sus hijos. Cuidarse en lo físico, claro, pero sobre todo en la forma en que nos tratamos a nosotros mismos. Aprender a ser con nosotros igual o más amables que con los demás. Autocompasión, empatizar con nuestras debilidades, que no supone instalarnos en ellas. Nada más y nada menos.
Directora del Centro. Licenciada en Psicología.
Máster en Psicología Clínica Infanto-Juvenil y Familiar (Grupo Luria) y Especialista en Estimulación Precoz y Atención Temprana (ACIT). Experto en Medicina Psicosomática y Psicología de la Salud por la Sociedad Española de Medicina Psicosomática y Psicoterapia (Universidad San Jorge, Zaragoza). Terapeuta EMDR NI adultos y niños y adolescentes (Instituto Español EMDR, acreditada por EMDR Europe). Experto en Mindfulness para la intervención clínica y social (COP Madrid, 2018). Especialista en ACT en infancia y adolescencia (MICPSY, 2021)