El pasado mes de enero, en pleno frenesí de propósitos de año nuevo, reflexionábamos acerca de la necesidad de cuidar nuestro cuerpo, y por ende nuestra mente, pero no desde la obsesión y el consumismo; bien al contrario, considerándolo una meta irrenunciable en la consecución de un estándar general de salud —física y mental—, soporte firme para una existencia plena, feliz. Desafortunadamente las consecuencias de ubicar en la cúspide de nuestras prioridades vitales la obtención de un atractivo físico cada vez más restrictivo e insano ha dado lugar, como vimos, a una insatisfacción creciente con nuestra imagen que en los casos más extremos predispone a padecer una variada tipología de trastornos psicopatológicos, cuya prevalencia no deja de aumentar, especialmente entre los más jóvenes. Ni que decir tiene que la llegada del verano, que los medios de comunicación llevan anunciando machaconamente desde hace semanas, viene acompañada, faltaría más, de la necesidad de ponerse a dieta, quitarse los kilitos que nos sobran y, si todavía se está a tiempo, pasar por un centro especializado para ganar firmeza y esbeltez: la famosa Operación Bikini, término que hemos asociado a los meses estivales con una mezcla de sorna y ligereza, y que si pasa por obligarnos a lucir palmito, deja de resultar graciosa; muchas personas lo pasan mal, sufren por ello.
Así las cosas, ¿qué podemos hacer para que tanta presión no termine pasándonos factura? Para empezar, asumir que lo que no hayamos hecho a estas alturas del año no lo vamos a lograr en unas semanas a base de dietas milagrosas o machaque en el gimnasio; y aunque fuera posible, no es en absoluto deseable: el cuidado de nuestro cuerpo ha de ser un objetivo marco, al cual subordinar, siempre y cuando lo consideremos una meta personal, la adecuación a un determinado patrón físico (saludable), pero siempre teniendo presentes determinantes como estructura corporal o funcionamiento metabólico. Y es que los modelos imperantes en la actualidad, tanto para chicos como para chicas, resultan muy difíciles de emular para el grueso de la población, y por tanto tratar de reproducirlos tal cual nos aboca a la frustración —y el malestar consecuente— dada la imposibilidad de su consecución. La buena noticia ante este panorama desolador para tantas personas es que en nuestra mano está no imponernos la obligación de presentar una apariencia determinada, adoptando en su lugar otra premisa, esta si alcanzable y mucho más gratificante: lograr un estado general de salud que nos permita estar y sentirnos bien, con consecuencias beneficiosas a todos los niveles.
En relación al tema que nos ocupa, está claro que una dieta rica, variada y debidamente adaptada a los requerimientos nutricionales de nuestro propio organismo constituye un paso ineludible, y bienvenido sea, ya que aparte de otorgarnos el combustible que nuestro cuerpo necesita para el día a día constituye, aunque a veces no sepamos darle el valor que tiene, uno de los grandes placeres de la vida; alimentándonos bien, disfrutando de lo que comemos, inclusive permitiéndonos algún exceso (puntual) de los que resultan tan habituales en estas fechas estaremos posibilitando que la siguiente gran pata de nuestra mesa, la actividad física, pueda implementarse de manera óptima, evitando las consecuencias de forzar la maquinaria en exceso. Quede claro que el ejercicio, para resultar realmente beneficioso, debe estar siempre adaptado a cada persona en particular, incorporarse de manera progresiva y, ni que decir tiene, realizarse con un mínimo de sentido común: de la misma manera que un exceso de musculación a edades tempranas puede condicionar dramáticamente el desarrollo posterior —de la misma manera que una dieta insensatamente restrictiva—, la realización de un programa de trabajo cardiovascular intenso, ejemplificado en el popular running, en unas condiciones ambientales que lo desaconsejen —por más que permitan precisamente quemar más calorías— es la mejor manera de llevarnos un buen disgusto.
La clave consiste una vez más en encontrar el punto de equilibrio, y este es personal e intransferible, entre la realización del ejercicio físico, sea del tipo que sea, y el esfuerzo requerido, que en la medida en que no suponga la renuncia al desarrollo adecuado de otras áreas importantes de nuestra vida se estará implementando de una manera sana y revitalizadora. Claro que para ello tendremos que trabajar la tercera pata de la mesa, la que más sólidamente sustenta el tablero: nuestro raciocinio y fortaleza mental. Poniendo en valor nuestro juicio crítico, tomando decisiones por nosotros mismos a partir de una reflexión pormenorizada y serena, cuestionando por principio los estereotipados mensajes que nos abocan a la infelicidad permanente estaremos invirtiendo activamente en salud, cuidándonos por dentro para vernos, ahora sí, bien por fuera; aunque nos sobre algún kilo —¡qué le vamos a hacer!— o no nos parezcamos, ni remotamente, al supermodelo de turno. Tengámoslo bien presente para disfrutar al máximo de las jornadas inacabables que se avecinan, sea en la playa, la piscina o al solaz de una refrescante sombra: lo verdaderamente importante del cuerpo, lo que le confiere valor, es lo que atesora en su interior.
Licenciado en Psicología.
Master en Psicología Clínica y de la Salud por la Universidad Complutense de Madrid. Psicólogo colaborador de la Clínica Universitaria de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid