La importancia del lenguaje es innegable. El lenguaje es la base de la comunicación del ser humano, nos permite expresarnos y comprender a los demás; y, dependiendo de cómo lo utilicemos, vamos a construir e interpretar el mundo de manera diferente.
Si atendemos a una definición estricta del término, es un conjunto de sonidos o señales a través de los cuales expresamos lo que pensamos o lo que sentimos. Asimismo, es el estilo de habladuría y escritura de cada persona en particular.
Existen diversos autores que han estudiado el lenguaje en todas sus formas. El psicólogo ruso Lev Vygotsky analizó su papel fundamental en el desarrollo; en sus teorías, plantea que a través de la interacción social se adquiere el conocimiento y eso nos permite pensar en formas cada vez más complejas. Por tanto, con nuestros menores tenemos que tener especial cuidado en hacer un uso apropiado del lenguaje (sobre todo en el ámbito de la educación y la psicología) ya que la forma en la que utilizamos las palabras puede cambiar sus percepciones.
Por ejemplo, en el ámbito médico la terminología que se utiliza suele ser apropiada, hablando sobre personas que “tienen/padecen una enfermedad”. Resultaría muy raro escuchar “Pedro es un infectado” en lugar de “Pedro tiene una infección”. Sin embargo, no resulta difícil escuchar tanto en nuestra cotidianeidad como en los medios de comunicación términos como “discapacitados”; no nos damos cuenta que al decir “discapacitados”, estamos englobando la identidad de la persona en su discapacidad. En su lugar, se debería utilizar “personas con discapacidad/diversidad funcional”, ya que de esta manera nos permite resaltar a la persona antes que a su discapacidad.
De la misma forma, y en ocasiones casi sin darnos cuenta, es común utilizar terminología como “es un vago, un rebelde o un llorica”. Cuando decimos que algo “es” y no “está”, no estamos diferenciando entre conducta e identidad. Lo mismo ocurre cuando hablamos de determinadas problemáticas o trastornos, dista mucho decir “es anoréxica” a “tiene anorexia”. De esta manera, al igual que en ejemplo anterior, le estamos dando mucha entidad a esos términos en el autoconcepto de la persona; y, a su vez, estamos perpetuando esos comportamientos en el tiempo, ya que el “ser” tiende a mantenerse estable, mientras que el “estar” es cambiante.
Por otro lado, la importancia del lenguaje también reside en la concordancia entre el verbal y el no verbal. Cuando damos una instrucción a los niños para que hagan algo o dejen de hacerlo, es relevante mantener tanto el contacto visual como una buena postura corporal, dejar lo que nos ocupaba en dicho momento y, sobre todo, orientarnos hacia ellos para decírselo, acompañando la cara, gestos, etc. con el mensaje que queremos trasmitir.
Asimismo, tenemos que tener cuidado con el uso de las ironías y los dobles sentidos cuando todavía nuestros hijos no son capaces de entenderlos. Por ejemplo, podemos decirle “no me des un beso, ¡eh!, no quiero que me des un beso”, para que el niño venga, nos dé un beso, y le reforcemos con risas, aplausos y más besos. Ahora bien, si nos imaginamos la situación en la que el niño ha cogido el plato lleno de comida y le decimos “no tires el plato, ¡eh!, no quiero que tires el plato al suelo”, lo que puede ocurrir después es que tire el plato y venga el consecuente de regaños, caras de enfado, etc. Por lo que aunque hablar de la primera manera forma parte de nuestro día a día, tenemos que ser cautos con el uso del lenguaje si luego no queremos que se repitan ciertas conductas en los niños.
Para concluir, se ha hablado de la importancia del uso del lenguaje (entendiéndolo en la mayor parte de las ocasiones verbal) pero no hay que olvidarse de que los aprendizajes no solo se generan a través del mismo. Por ejemplo, en contraposición a la escuela, en la que su forma de impartir los contenidos es fundamentalmente mediante las palabras, se sitúa la familia, donde una gran parte de los aprendizajes se realizan mediante la observación (lenguaje no verbal). Por todo ello, dirijamos nuestras acciones siendo plenamente conscientes que cómo nos sintamos, lo que hagamos y lo que digamos puede influenciar en el desarrollo de nuestros menores.
Graduada en Psicología por la Universidad Autónoma de Madrid. Máster en Psicología General Sanitaria (Universidad Pontificia de Comillas). Máster en Terapia Cognitivo-Conductual con niños y adolescentes (Universidad Pontificia de Comillas).