Aunque cada vez nos resulte más difícil conviene detenerse de vez en cuando a valorar la influencia de los avances tecnológicos en nuestro estilo de vida actual. Sobre todo desde el momento en que —y es una opinión compartida por diferentes personas de mi entorno. Imagino que también lo escucháis frecuentemente a vuestro alrededor— el progreso ha cogido velocidad, como si alguien pisara con decisión el acelerador y se hubiera olvidado de levantar el pie, con lo que cada vez está más presente en nuestra cotidianeidad.
A los que ya tenemos un recorrido vital previo no deja de sorprendemos la rapidez con que hemos incorporado en el día a día smart phones, redes sociales y demás parafernalia de la Edad Digital, básicamente porque somos capaces de recordar una infancia/adolescencia/juventud carente de todos estos dispositivos, y si bien atribuirle felicidad per se a su inexistencia me parece una arbitrariedad que no comparto, sí parece claro que nuestras vidas de entonces eran perfectamente funcionales. A otro ritmo y de otra manera, pero no por ello necesariamente menos satisfactorias.
Entiendo que a los más jóvenes, especialmente a aquellos que no son capaces de salir de casa sin notar el tranquilizador peso del móvil en el bolsillo, les parecerá propio de una película de ciencia-ficción —¿distópica quizá?— cuando la explicación es sumamente sencilla. El concepto clave aquí es el de hábito adquirido: aquella secuencia de comportamientos que se automatizan porque son congruentes con un contexto determinado. En un pasado no tan lejano en el que para ver a tus amigos les llamabas al teléfono de su casa o bien quedabas con ellos en el lugar de siempre, si querías ver la serie que te encantaba más te valía estar en casa a la hora de emisión y, a poco que tuvieras algún interés cultural, tu principal aliado era el papel impreso, no éramos conscientes de estar perdiéndonos cosas porque todas esas rutinas tenían sentido en dicho contexto: una realidad que era la que conocíamos desde pequeños, en la que habíamos crecido y que, pese a la implementación de tímidos avances tecnológicos, no se modificó substancialmente hasta la aparición de Internet, abriendo un abanico enorme de posibilidades que, excepción hecha de su innegable aportación en los ámbitos del conocimiento y la interconexión personal, nos está dando en la actualidad considerables quebraderos de cabeza.
Como en tantas ocasiones a lo largo de la historia de la humanidad el problema del progreso, tan inevitable como deseable, no tiene que ver con el producto resultante en sí sino con el uso que hagamos… o más bien del abuso. Y si bien en un mundo cada vez más orientado hacia la virtualidad la cacofonía de aferencias que acceden a nuestro sistema nervioso, en la forma de una sucesión imparable de estímulos audiovisuales, dificulta enormemente ser capaz de elaborar una respuesta meditada ante las exigencias del medio, no deja de sorprenderme la existencia de un fenómeno tan definitorio de nuestro tiempo como el conocido por sus siglas en ingles FOMO: Fear of Missing Out. Literalmente «miedo a perderme algo». Camino de convertirse en una de las grandes patologías del siglo XXI, alimentado por la preeminencia en nuestras vidas de las RRSS y la visibilidad continuada que propician, podemos conceptualizarlo como el temor a no estar donde suceden las cosas importantes, en el que la sobreestimación aprensiva —¿o quizá no tanto? del ostracismo a que daría lugar la no presencia contribuye enormemente al malestar y la insatisfacción consecuente.
Aparte de la perniciosa obligación autoimpuesta al disfrute —a las consecuencias negativas del Debería dedicamos un artículo anterior— emerge con fuerza la idea de que no hacer acto de presencia y, lo que acaba siendo más importante, dejar constancia de ello en la red social de elección, abocaría a que el grupo social de referencia, cada vez más amplio y abstracto, me deje de lado. Se olvide de mí. El miedo a la soledad, tan humano, adaptado como vemos al tiempo de los nativos digitales y el postureo virtual. ¿Cómo no hacer un sobreesfuerzo entonces para tratar de llegar a todas las convocatorias, quedar con todo el mundo y no perderme ningún plan chulo? Tarea titánica donde las haya, máxime ante la avalancha infinita de posibilidades que me llegan, continuamente, a través del móvil. Del agotamiento a la vivencia aversiva de los planes de ocio hay un paso que están dando ya muchas personas no necesariamente jóvenes, y que entre otras consecuencias negativas elimina de un plumazo la valencia positiva del disfrute, tan necesaria como válvula de escape de nuestras tribulaciones cotidianas.
Así las cosas ¿qué hacer? Aparte de recuperar la reflexión planteada al principio del texto, relativa al espacio que le estamos cediendo gustosos a unos artilugios que llegaron a nuestra vida para hacérnosla más fácil y van camino de esclavizarnos, que convendría hacer por nosotros mismos —o bien en el marco de un proceso terapéutico—y ponderando, no olvidemos, las implicaciones para la salud mental, tratar de adaptar nuestro tiempo libre a las posibilidades reales de aprovecharlo, pues este es variable y no siempre vamos a disponer de todo el que nos gustaría. Las personas que realmente nos aprecien lo entenderán, y quienes no… En el fondo acabamos llegando siempre a una cuestión fundamental: vivir es elegir.
Licenciado en Psicología.
Master en Psicología Clínica y de la Salud por la Universidad Complutense de Madrid. Psicólogo colaborador de la Clínica Universitaria de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid