Parece que hemos comenzado el 2022, esta vez sí, con la lección aprendida: depositamos tantas esperanzas al inicio del año que acabamos de dejar atrás —en los primeros días de enero se hizo merecidamente célebre el divertido meme en el que el pobre 2021, visiblemente afectado, le confesaba a su psicólogo que temía no estar a la altura de las expectativas depositadas en él— que a la fuerza tenían que ser insatisfechas… como de hecho ha sucedido. Lo cierto es que el recién terminado 2021, al menos en lo referente a la evolución pandémica, ha sido considerablemente mejor que el funesto 2020. Fundamentalmente porque la ciencia ha venido en nuestra ayuda: la vacunación masiva ha reducido ostensiblemente la gravedad de la enfermedad producida por el SARS-CoV-2 y, relacionado con este importante avance, nuestra manera de hacer frente a la pandemia ha cambiado. Hemos perdido el miedo a muchos de los escenarios sociales donde suceden nuestras vidas —en algunos casos quizá demasiado ¡Qué se le va a hacer! Toda mejora tiene sus contrapartidas— empezando a ver la luz al final del túnel.
El problema es, y en esto el pasado año ha supuesto una lección en toda regla, que la salida del túnel, pese a estar más cerca, sigue estando lo suficientemente lejos como para que persistan las consecuencias psicológicas de no haber recuperado, a pesar de que en varios momentos del año nos pareció acariciarla con las yemas de los dedos, la anhelada normalidad. Aquella que caracterizaba nuestras vidas no hace tanto tiempo ¿os acordáis? A la que apenas le dábamos importancia porque no podíamos ni imaginar que íbamos a protagonizar una película de Ciencia Ficción catastrofista. Quizá parte del problema consiste en que no acabamos de entender cómo funciona una pandemia global, con sus idas y venidas estacionales, seguramente unas cuantas variantes aún por descubrir y alguna que otra ola más ¡Con lo que se echan de menos las del Mar! Y una vez que conseguimos asumirlo, no sin dificultades, surgen las contrapartidas: abocar nuestra existencia a una suerte de presente continuo, una inmediatez de planes a corto plazo, avances inseguros y ensayo y error que pone muy difícil, como no podía ser de otro modo, el establecimiento de planes de futuro.
No seré yo quien cuestione a estas alturas las indudables virtudes del carpe díem pero cuando viene impuesto por las circunstancias y no se elige libremente como que pierde su razón de ser ¿verdad? Las personas necesitamos establecer objetivos a medio y largo plazo, metas sobre las que sustentar nuestro porvenir. Y como acabamos de comentar entender el mecanismo de la maldita pandemia nos aboca, como contrapartida inevitable, a carecer de la confianza debida en que dichos planes puedan llevarse a la práctica del modo en que sería deseable… cuando menos frustrante ¿verdad? Pero hagamos el ejercicio mental de poner en el platillo de una balanza metafórica dichas dificultades y, en el otro, las consecuencias mentales y físicas de tener nuestra vida detenida ¿Cuál de los dos pesará más? Muchas personas en el mundo ya han llevado a cabo este cálculo y están surgiendo fenómenos tan sorprendentes como el de la Gran Dimisión, denominación que ha recibido en EE UU la renuncia a millones de puestos de trabajo por parte de estadounidenses hartos de unas condiciones que, y aquí está la clave, no satisfacían sus expectativas laborales. O séase vitales.
Dicho fenómeno, que adquiere características propias en base a las diferencias culturales de cada país, tiene alcance mundial. Porque la pandemia de COVID-19 está siendo mundial. Cuesta creer que sin este marco contextual que seguimos padeciendo en la actualidad hubiera sido posible y, en este sentido, podría ser la primera de las consecuencias positivas de un suceso que, ante todo, ha generado tanto sufrimiento. En el ámbito de la psicología numerosos estudios han constatado el cambio en las premisas vitales que sucede a un evento traumático que altera de modo dramático nuestra existencia —valga como ejemplo superar una enfermedad grave o sobrevivir a un accidente de aviación—, definido de manera intuitiva como crecimiento postraumático. Las epifanías personales (otro concepto afortunado) a las que se alude en este artículo publicado en prensa hace unas semanas, en relación con el proyecto de investigación encabezado por el psicólogo social Igor Grossmann, van en la misma línea: cuando nos vemos obligados a hacer frente a un suceso que nos pone a prueba, y logramos superarlo, comenzamos a ver la vida desde una perspectiva diferente. Cambia nuestra valoración de las cosas. Y a partir de ahí, es nuestra responsabilidad ser coherentes con esta visión renovada y actuar en consecuencia para que, como se menciona igualmente en el artículo, no se quede en mero autodescubrimiento sin consecuencias prácticas. Desde esta perspectiva el 2022 nos ofrece la oportunidad de empezar a escribir el siguiente capítulo de nuestras vidas, el dedicado a la pandemia ya ha ocupado suficientes líneas. Tengamos confianza en que los beneficios, aunque se retrasen por un tiempo, llegarán. Y merecerán la pena.

Licenciado en Psicología.
Master en Psicología Clínica y de la Salud por la Universidad Complutense de Madrid. Psicólogo colaborador de la Clínica Universitaria de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid