Aunque a veces nos cueste aceptarlo, resulta habitual tener miedo.
Todos en algún momento de nuestra vida hemos experimentado la desagradable sensación de encontrarnos incómodos en determinadas situaciones que, si nos paramos a pensarlo, no deberían generarnos tanta inquietud, cuando no franca incomodidad. Seguramente por interpretar lo que no deja de ser una reacción natural de nuestro organismo, en base a las experiencias previas acumuladas, como algo vergonzoso o reprobable, tratamos a toda costa de minimizar su importancia o directamente ocultarlo, cuando lo más aconsejable sería hablar libremente de ello.
No está de más recordar, a este respecto, que muchos de los miedos prototípicos que padecemos los seres humanos —sea a los espacios abiertos, las alturas o la oscuridad— tuvieron en origen una función adaptativa, la de ponernos a salvo de entornos donde nuestra supervivencia se viera potencialmente amenazada.
Algo de ello pervive en nuestra memoria genética, constituyendo el caldo de cultivo propicio para que determinadas experiencias traumáticas asociadas inequívocamente a estas situaciones —u otras de variada tipología— se revistan de un agudo temor, que en los casos más extremos incapacita a quien lo padece para coexistir, siquiera por un periodo de tiempo limitado, con el estimulo que lo desencadena.Surja por tanto el malestar, en primera instancia, por exposición directa al agente causal —la mordedura de un perro— o bien por anticipación ilusoria —aprensión a subir a un avión tras ver una película de catástrofes— el mecanismo que posibilita su mantenimiento, y consiguiente cronificación, no es otro que el de la evitación: en la medida en que no hacemos frente a estos eventos, estamos contribuyendo de manera decisiva a que nuestro temor a ellos se fortalezca, convirtiéndolos finalmente en inabordables.
Lo paradójico del asunto es que, al menos en apariencia, actuaríamos de manera sensata. Si bien evitar el sufrimiento es uno de los determinantes básicos del comportamiento humano, el gran problema de no plantar cara a nuestros miedos es que estos tienden a generalizarse, de manera que lo que comenzó siendo una creciente incomodidad al usar el metro termine por llevarnos a no salir de casa.
Así las cosas, el afrontamiento activo de las situaciones elicitadoras de ansiedad es el único camino, y para ello lo primero, como en todo, es asumir la importancia de poder hablar libremente de lo que nos sucede, descargándonos de nuestras inseguridades a la par que asegurándonos de contar con el necesario apoyo social, elemento imprescindible de cara a la obtención de una base motivacional suficiente para iniciar un proceso de cambio que pasará necesariamente por varias fases, de ahí la importancia de ser constante.
Es en esta tesitura donde la figura del psicólogo deviene fundamental, tanto en su faceta de formador en nuestra problemática concreta y sus múltiples aspectos concomitantes como, y no menos importante, en la de modelador de nuevas aptitudes más sanas y eficaces. Si bien es cierto que toda terapia conducente a la superación del miedo ha de llevar, antes o después, a que le hagamos frente, la correcta graduación de la aproximación a los estímulos que lo generan, así como el abordaje de todos aquellos pensamientos, emociones y comportamientos asociados al malestar que padecemos nos darán, sin duda, la clave del éxito. Así que una vez resueltos a vencer nuestros temores, esos que no nos dejan vivir tranquilos y en paz, mejor contar con la ayuda de un profesional que nos marque el camino que debemos transitar, a nuestro ritmo.
Y por supuesto, sepa reconfortarnos cuando más lo necesitemos.
Licenciado en Psicología.
Master en Psicología Clínica y de la Salud por la Universidad Complutense de Madrid. Psicólogo colaborador de la Clínica Universitaria de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid