Existe un consenso general, constatable en cuanto prestamos atención a lo que sucede a nuestro alrededor, relativo al hecho de que vivimos demasiado deprisa: nos falta sosiego, pausa para detenernos inclusive cuando nos dotamos de tiempo para ello —¿Quién no ha tenido la impresión de que hasta en vacaciones prestamos más atención al reloj de lo que sería deseable?—. Está en las conversaciones en las que participamos, en las actitudes y comportamientos que observamos en nuestro entorno personal y laboral pues no hacen sino reflejar nuestra propia manera de pensar. Cabe hacerse entonces la pregunta: si somos tan conscientes de que nuestro ritmo no puede ser sano ¿por qué nos cuesta tanto tomarnos la vida con más calma? La respuesta alude en primer término a un concepto tan importante como es la toma de decisiones, uno de los aspectos que le da sentido y estructura a nuestra existencia: percibimos las decisiones que darían lugar a un planteamiento vital más tranquilo, sereno, como terriblemente costosas en tiempo y esfuerzo… y de tiempo, lamentablemente, andamos escasos. No parece que la idea de perderlo (es un decir) para ganarlo más adelante nos resulte muy convincente.
De hecho, nos resulta tan poco convincente que no lo hacemos. Primero posponemos dichas decisiones para finalmente, en la mayoría de las ocasiones, terminar evitándolas. Y no es que nos sintamos especialmente cómodos con esta situación, pero auto-verbalizaciones del tipo “No es buen momento”, “Tengo muchas cosas en la cabeza”, “Estoy hasta arriba de ocupaciones” acuden raudas en nuestra ayuda. Vamos a detenernos en la idea de ocupación pues resulta fundamental: que tengamos cosas que hacer en nuestro día a día, actividades que nos demandan tiempo y atención, constituye aparte de un hábito saludable un requerimiento irrenunciable para una vida activa. El problema surge cuando se acumulan en exceso, reduciendo ostensiblemente nuestro margen de maniobra —que tiene mucho que ver con nuestra percepción de disponibilidad de tiempo— cada vez más y más reducido… en algún momento de este proceso que nos conduce inexorablemente al estrés, y el malestar consecuente, lo que en origen eran ocupaciones pasan a convertirse en obligaciones, y aquí las consecuencias negativas de no realizarlas aumentan exponencialmente: sufrimos mucho cuando nos hacemos conscientes de que, pese a nuestros denodados esfuerzos, no llegamos a hacer todo lo que deberíamos.
De esta manera, casi sin darnos cuenta, nos vamos hundiendo en la ciénaga del debería: un círculo vicioso consistente en que, por mucho que lo intentemos, no llegamos a hacer todo lo debido, con lo que la ansiedad generada al hacernos conscientes de dicha disonancia nos arrastra a una dinámica interminable, compulsiva, de cosas por hacer. Ni que decir tiene que, lejos de procurarnos satisfacción, nos aboca a la frustración permanente: ¿Qué satisfacción puede haber en subir una pendiente qué nunca termina? Convertido en uno de los males definitorios de nuestro tiempo, conocer la naturaleza del debería implica, en primer término, tratar de comprender en qué consiste un error cognitivo: también definido como distorsión cognitiva en el marco de la Terapia Cognitiva de Beck (1979), se trata de una alteración en los procesos cognitivos que condiciona la valoración que llevamos a cabo acerca de lo que nos sucede, sesgando la información que recibimos de nuestro entorno de modo estable y duradero. Este filtrado de los estímulos situacionales, siempre en la dirección de hacernos daño a través de la desvalorización de lo que hacemos y, en último término, de la persona que somos, afecta por extensión a nuestras actitudes, emociones y comportamientos. ¿Qué nos lleva entonces a interiorizar una premisa tan dañina como “por mucho que me esfuerce nunca es suficiente”? Aparte de determinados patrones de personalidad y experiencias educativas tempranas, que acostumbran a estar presentes en la génesis de esta problemática, emergen con fuerza fenómenos tan definitorios de la contemporaneidad como la imposición de unos estándares de productividad inasumibles para muchas personas con el consecuente desgaste y, derivado de ello, la necesidad de un aprovechamiento frenético de nuestro escaso tiempo de ocio que acaba derivando en una imposición del disfrute.
Si disfrutar es uno de los caminos para alcanzar la satisfacción personal convertirlo en una obligación parece predestinado a provocar el efecto contrario: un displacer tendente a cronificarse en la medida en que, pobres de nosotros, nos veamos incapaces de reproducir los modelos de bienestar que nos llegan machaconamente a través de las redes sociales y las revistas de tendencias. Y de la mano de la culpabilidad por no sentirnos capaces de ser tan felices como deberíamos, el círculo vicioso de la obligación autoimpuesta se perpetúa… ¿hasta cuándo? Hasta que nos paremos a analizar, dedicándole el tiempo que sea necesario, qué tipo de pensamientos negativos se han hecho omnipresentes en nuestra mente a consecuencia del filtrado de la realidad llevado a cabo por el Debería: el que los pensamientos negativos sean tan frecuentes, creíbles y generen tanto malestar no implica, ni remotamente, que no puedan cuestionarse; esto es, confrontarlos de manera reglada y sistemática para llegar a hacernos conscientes de que no obedecen a la realidad sino a la interpretación, tan sesgada como dañina, que hacemos de ella. Lleguemos a este descubrimiento por nosotros mismos o en el marco de un proceso terapéutico, constituye el primer paso necesario para escapar de la ciénaga del debería ¿Y cuál sería entonces el siguiente? darnos la posibilidad de decidir por nosotros mismos.

Licenciado en Psicología.
Master en Psicología Clínica y de la Salud por la Universidad Complutense de Madrid. Psicólogo colaborador de la Clínica Universitaria de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid